Con el tiempo sobre su espalda y sus manos cansadas de tanta derrota, sus ojos no podían ocultar las batallas perdidas. Lágrimas rotas caían por sus mejillas; limpiaban la suciedad que le había dejado la fría ciudad.
Sin más esperanzas que la llegada de la fría noche; la ante sala de una muerte segura. Su corazón ennegrecido ya no podría volver a amar, mucho menos intentar llorar. Todo el calor interior, se había esfumado por los poros de su piel.
La grandeza de las calles era su única fortuna y esta, no era más que un tesoro maldito, que carcome el cuerpo y se va introduciendo poco a poco en sus huesos.
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